Cuento de Ricardo Garibay
Mi abuelo, hombre de largas barbas y que sabía tantísimas cosas, murió en Tacubaya. Entonces su familia ya no estaba completa: los hijos apasionados se le fueron muriendo porque les dio la gana. Sesenta y siete años antes había nacido en Autlán, de ascendencia acomodada y campesina que le metió el gusto por la tierra y lo mandó al seminario. Iba y venía; así aprendió desde pequeño lo bueno del viajar, y a vivir entre el reposo y la violencia de los viajes.
Sólo la muerte logró sujetarlo y no muy frente a frente. Una tarde se sintió cansado: eso fue el comienzo. Su cuerpo empezó a deslizarse por una vida calmosa; los hijos mayores sostuvieron la casa. Permanecía en el corredor, sentado en el sillón en que ahora yo me siento a escribir, ora tomando el sol, ora leyendo, ora esperando; fijaba sus ojos en alguna planta, cruzaba los brazos sobre el pecho y repasaba recuerdos. La melancolía y la enfermedad lo consumieron pronto.
A Tacubaya llegó porque siendo él autoridad en Tecamachalco la víspera de la Revolución, cuatro hombres borrachos armaron un escándalo en la plaza: rayando los caballos gritaban vivas a Madero. Mandó aprehenderlos, les puso una multa de dos pesos y los echó a la sierra. Pero el gobernador lo acusó de connivencia, habló de disolución social y de fusilamientos y ordenó su baja. El último año lo pasó en la ciudad y en gran pobreza. Alguien que lo hubiera visto entonces no creería lo que de él puede contarse. Se tronchó su vigor súbitamente; la muerte se le vino encima con saña envidiosa; le trajo un terrible cansancio y una amargura que le comía las palabras; le hinchó la piel, le dio quejumbre y lágrimas y lo mató.
Le gustaba reír con fuerza, abriendo mucho la boca; igual que mi padre, y tanto, que lo confundieron con el suyo cuando alguna vez en la tienda de un pueblo, festejando una broma rio, y entró una mujer gozosa:
-¡ Ah el coronel Garibay, ya lo oí, ya lo oí!
Pero viendo que no era, se puso triste y a preguntar por él.
-Vea lo que son las cosas -decía-, tanto que le gustaba la música, y a usted que no le gusta -porque ella era pianista.
Tuvo once hijos: dos mujeres y nueve hombres. De las mujeres la mayor era hermosa y débil, casó con uno que después fue rico y antes viudo, así ella no miró hijos grandes ni disfrutó riquezas; la menor arrastra todavía sus pasitos picudos y su larga nariz, sus ojos, negros y pequeños como arañitas a punto de saltar, sus privaciones y su caudal de díceres; su mundo calcinado la ha nutrido de rencorosa fortaleza y de plañidos que no toleran consuelo. Entre los varones las cosas fueron distintas: algunos no quisieron sufrir y los sobrevivientes se encargaron de hacerlo: el carpintero, el pintor, Roberto y mi padre; la ráfaga muerte de aquellos y los años de estos otros me han dado qué aprender.
Se comía en la cocina, junto a braseros y comales, entre un ir y venir de viandas, mujeres y cuchicheos. Sólo la voz del abuelo y la de su esposa podían levantarse sobre el palmoteo de las tortilleras; pero eran muchos los hijos, y el alboroto estaba siempre a punto de soltarse, y él usaba un gran carrizo contra las majaderías de los más remotos, y las manos contra las de los más próximos; también usaba su voz y sus miradas. La mesa nunca llegó a ser un verdadero zafarrancho.
Quienes lo vieron crecer en Autlán opinaban que tenía buena cabeza y que sería más que un campesino. Andando el tiempo él lo demostró; pero también demostró que venía de campesinos.
Salía del pueblo a estudiar y regresaba de vacaciones, y volvía a salir y regresaba. En una de éstas los bandidos asaltaron la diligencia. Dentro de las botas, que estrenaba, su madre le había escondido una onza de oro. Le quitaron su equipaje, le pegaron porque lloraba y acabaron fijándose en las botas. Al zafárselas cayó la onza de oro. "¡Ah el sinvergüenza, miren dónde la traía escondida!" -y lo dejaron pobre y sobándose los cardenales-. El cochero quería que regresara con unos arrieros; pero él se empeñó en seguir como todos, ya sin peligro de ser robados. Llegó a la escuela medio desnudo y silencioso. Vino contándolo cuando era mayor, con mucha risa y asombro de aquel rubor que le daba porque en su casa conocieran la anécdota.
Sabía latín y francés y sabía mandar soldados.
Muy joven entró al colegio militar y era capitán cuando el Sitio de Querétaro. Con lo que allí pasó compuso un libro y un enjambre de pequeñas historias que las gentes le fueron pidiendo. Él, de viejo, leyendo la versión oficial, corregía burlonamente: "No, no fue así (pegaba la lengua al paladar separándola con un ligero chasquido y movía la cabeza: '¡Estos partidos...!'), porque fulano dijo..." Y mi padre me contaba que le contaba:
-La noche anterior al día del asalto, se mandaron afilar los sables; chillaban de filo y relampagueban los sables en medio del trajín. -Y me imagino la noche cortada por mil reflejos.
Querétaro le sirvió más tarde: yendo en el tren de un pueblo a otro tuvo hambre y nada qué comer, y dos viejas le hicieron plática y él abusó de aquella su memoria y de su encanto contándoles, y las viejas hacían mil remilgos y suspiraban: "¡Ah, perteneció usted al ejército decente!" -y lo convidaron y lo ayudaron a llevar el viaje.
Muchas simpatías y buenos tratos ganó mi abuelo con su palabra. Discurría, según me imagino, como lo hace mi padre; aunque tal vez mejor porque tenía letras y porque siendo mi padre un señor, el suyo lo era en mayor medida; le ayudaba su tiempo y sus increíbles ojos de brujo o de rey moro, y sus latines, sus barbas, sus vigilantes soldados. Esperando el cometa de Haley, pasó una noche en la huerta contando sus andanzas, y los hijos se olvidaron de dormir escuchándolo. Cada media hora mandaba a alguno a ver, se removían todos, salía ese disparado, escudriñaba el cielo y regresaba gozoso: "No hay nada, es muy temprano". Al principio la madre se opuso; pero acabó llevándoles café caliente y cobijas y apretando más la rueda.
No vivió sin criados ni peligros, pero hizo la hermandad y la paz por donde anduvo.
Su oficio lo sacaba de las aldeas y lo metía en las aldeas, le daba amigos y se los quitaba, le hacía ver los paisajes de su país y los hombres y los quehaceres, y manantiales perdidos y caminos sin fin. Su mirada se hizo de esto dulce y dura, su voz, extensa y apretada, su ademán, tranquilo e iracundo. Se fue tostando su piel por el sol y el aire de todos los lugares, se fue animando su ser y acrecentándose.
Era coronel y era valiente. Y era tan valiente que se bañaba tarareando canciones cuando en Jacala lo atacaban los serranos. El gobierno expropió los terrenos de la sierra. El pueblo empezó a temer y a emigrar; pronto hubo sólo unos cuantos; los comercios, cerrados; las calles, quietas. Los soldados huían de noche. Por las afueras merodeaban indios solos algunas tardes. "Van a venir" -decían los que quedaban. El abuelo mandó a su hijo mayor a la casa de un vecino y se encerró en el edificio del gobierno con veinte o treinta -entre soldados y civiles-, armas, parque, medicinas y alimentos. Desde las azoteas, tumbados boca abajo, los centinelas sorprendían carreteras de puntos allá lejos, o el humo de algún fusil que disparaba, o el trote que bajaba hasta el pueblo y esperaba la oscuridad para asomarse a todas las ventanas. Veían pasar al hombre debajo de ellos, pegado a la pared y corriendo silenciosamente, o lo veían aguantar la lluvia de toda la noche mirando a donde estaban. En las mañanas cruzaban los arrieros volviéndose hacia las puertas cerradas. Así varios días con sus noches, hasta que en una recibieron recado: "Para el alba. Por el lado de arriba. Van todos". Dicen que no durmieron, pegados a los pretiles de la azotea, y que el Coronel, con su luz encendida, estuvo leyendo hasta muy tarde; que al fin en la madrugada empezó la cosa, pero de muy lejos; y fue clareando el día y no veían nada, y que a eso de las seis, ya el sol calentando, se dieron cuenta: bajaban por el cerro como hormigas, como si se desgranara el cerro, todavía muy chiquitos cuando fueron al Jefe y lo despertaron y aquél empezó con sus costumbres y los soldados urgiéndolo mientras se bañaba; bajaban gritando, subían gritando, bajaban a golpear la puerta. "¡Jefe, ya vienen!", y él se rasuraba; por la ventana blanqueaba la sierra, y él se enjugaba pacientemente con la toalla; que subió con los otros y se tirotearon siete días y siete noches sin dormir, sin abandonar los puestos y dándose ánimo con injurias y gritos roncos; y que tuvieron a raya a los serranos hasta que llegaron federales a perseguirlos.
El Coronel fusiló a mucha gente, y en Jacala lo odiaron. Fue trasladado, pero años después, ya nacido mi padre -que lo vio-, hubo de regresar, y era la muerte segura. Iba a caballo por el monte una tarde acompañado de algunos, cuando al llegar a un claro un ranchero que labraba se le quedó mirando: paró la yunta, sacó su pañuelo para limpiarse la fatiga, dio vuelta haciéndose sombra con un brazo, abriendo las piernas y palpándose con la otra mano la cintura. "Si lo ven, se avisan y usted no sale de allá" -le habían dicho a mi abuelo. El hombre fue acercándose. El Coronel iba al paso y apretó la rienda de modo que el caballo, más que caminar, se balanceaba adelantando apenas. Clavó sus duros ojos en el que se cerraba. Ya a unos cuantos metros. Los que venían detrás se pusieron tiesos y regaban la vista buscando, tiraban de las riendas, y el estrépito de bestias contenidas llenaba el paraje. La cara del Coronel era de piedra, y sólo sus ojos, allá en el fondo, chispeaban.
-Qué ¿no es usté el coronel Garibay?
De altanero, el hombre se hizo diminuto sobre los surcos; se suavizó su mirada; se iban colgando sus labios.
-Caray -dijo-, qué tompiates tiene usté -porque creían que nunca regresaría.Un jornalero, porque lo agraviaron, tuvo que ver con el dueño del rancho donde trabajaba. Se cruzaron palabras. El dueño se fue a su casa y el peón se fue a esperarlo. Con paciencia logró hallarlo solo y allí lo apuñaló. Fueron corriendo al Jefe. Salieron todos, aprehendieron al ruin, y armando una camilla echaron hacia el pueblo vecino con el herido, a ver un médico. Muchos los acompañaron hasta la salida. Después siguieron solos: mi abuelo adelante, dos soldados atrás, y enmedio cuatro hombres cargando el toldo; uno de ellos era el heridor. Caminaban. Iban por la margen de un rio bordeado de interminable hilera de eucaliptos. Rumoreaban las frondas; el agua chapaleaba apenas contra las piedras del rio. Llegaban ruidos de labranza, voces de animales. Se topaban con alguna lavandera -anudada su trenza húmeda sobre la nuca, enrollado el vestido hasta los muslos- que se azoraba viendo la carga y: "Vayan con Dios..." -decía, para volver al sube-y-baja de su tarea-; y con algún arriero que se paraba descubriéndose mientras pasaban: "Vaya con Dios l’amo..." A ratos se juntaba la orilla con el bosque y habían de seguir por las veredas largo trecho. Descendían. Se despejaba el paisaje en algún valle: tierras surcadas, tierras de tiernas matas, tierras de humedad, de sol, de dueño agonizante. Volvía a incrustarse la margen entre sembradíos; se tendía bajo los eucaliptos largamente.
(Continuará)
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