El coronel (1955) /Parte III y última

Cuento de Ricardo Garibay

Sembraba a medias, y algunas tardes recorría a caballo sus tierras y las vecinas. Iba con sus hijos mayores y les explicaba las siembras, las lluvias, las buenas y malas épocas del año, la faz del cielo; les hablaba de batallas en que estuvo y de vidas y muertes fabulosas, de regiones distantes. Sueltas las riendas, iba envidiando terrenos e imaginando sembradíos mientras mordía alguna fruta cortada al paso.
Le gustaba soñar mirando el campo. Mucho de su sabiduría seguro que lo sacó de tales caminatas y de otras que hizo, siendo mozo, por las afueras de los pueblos. De éstos aprendió a vivir sin prisa; y calladamente de mirar el cielo y saber de estrellas y de misterios astronómicos.
Su saber iba desde el cuarto de estudio hasta la labor y el grado militar; si le gustaba salir a ver las tardes, también se desvelaba en su biblioteca noche a noche; su experiencia metía mano en los libros tanto como en los días; y tal vez a esto debió no equivocarse nunca al juzgar a los demás; no halló, entre las buenas, cosa indigna de aprenderse, ni entre los hombres uno a quien no escuchara; sus sombríos ojos buscaron siempre qué recordar; no hubo fuente donde él no se detuviera: así no conoció camino fatigoso; manaba frescura su peregrinaje.
La biblioteca era su remanso; releía paciente ciertos libros y consultaba, llegado el caso, el resto. Y a mi padre le predicaba: "No hay que investigar mucho"-porque temía los peligros del pensamiento-; y: "No hay que andar en riesgos" -porque conocía los de la vida diaria.
Lo claro estaba en el mundo y había que verlo recelosamente; lo que no estaba en el mundo era el Misterio, que debía de considerarse con devoción y humildad. En este vaivén su vida fue la del que se siente feliz de haber hecho su casa, sus hijos y sus maneras. Si al abrir la ventana soplaba el aire, él lo aspiraba dichoso, agradecido. Me lo imagino con todo esto a cuestas paseando por los caminos, contemplando el casal de la provincia, sus ropas de lino llenas de viento, sus manos anudadas a la espalda. Quien lo haya visto entonces, supo que era hermoso aquel coronel reposado y andariego, de espíritu tan duro y tan flexible y de condición tan levantada y tan mansa.
Aquellas cabriadas tardes se alternaron con tardes violentas y azarosas en que hubo de batallar encerrado o a medio campo. Tardes en que no había modo de hablar de vida ni de muerte. Tardes de vida o muerte. No había entonces ensoñación ni prédicas camineras; sí noticias atropelladas, balbucientes, repiqueteos telegráficos, correos, señales sobre los cerros, recados garrapateados, pláticas suspendidas para correr a dar disposiciones, caminadas, acampamientos.
-"Querido amigo: En este momento, que son las once y cuarto, le pongo las líneas que ve para que me entere del enemigo. Nosotros estamos listos y esperándole." -"Recado: Vamos mal; la plaza cayó por haberla traicionado el alférez del primer cuerpo de caballería de Castitlán, que allí estaba. Deme alcance en las afueras que ya voy de huida." -"Señor coronel en jefe, etc.: Será usted atacado por la parte de arriba; ahora, que son las tres, ya estamos en marcha. Aguarde confiado." -"Don José: La gente lista, a los tiros véngase." -"Estamos desde las seis de la mañana en combate hasta ahora, que son las 10 de la noche. Ya se imagina y Dios lo traiga a tiempo..." Siempre salía mi abuelo de estampía, entre las voces ahogadas de la casa. -"¡Recen!" Su esposa se consumía, y en sus hijos iba apareciendo la gana de ser soldados.
Tenía treinta y un años y era jefe de la guarnición en Xochimilco cuando ocurrió que vino el sargento, desencajado, preguntando: "Mi coronel, ¿usté mandó ensillar la caballada?" "No, yo no he ordenado". "Pues ai está la tropa, alborotada con los caballos". "¡Vámonos, qué esperas!" -dijo cuando el "viva Porfirio Díaz" tronó en la plaza. El sargento se movió ligero, pero los otros más, y hubieron de encerrarse en el cuartel. (Ocupaba la presidencia Sebastián Lerdo de Tejada y se iniciaba la revuelta de Díaz.) Adentro, ellos dos y mi abuela y su hijo Miguel; afuera, galopando hacia el cuartel los sublevados. Mi abuelo y el sargento -a caballo, pistolas en manos- se colocaron tras el portón; mi abuela, agarrada de la tranca.
Así esperaron hasta que los hombres estuvieron muy cerca, cuando él gritó: "¡Abre la puerta, Ángela!" Y salieron abriendo un callejón de sangre inesperada.
Llegaron a Tláhuac medio ahogados, tomaron fuerzas y regresaron cuando la ebria plebe festejaba su triunfo. De ésta salió sin un rasguño; y de la de Malinaltenango también, pero por mayor milagro. A la postre cayó Lerdo de Tejada, y él vagó dos años sin empleo. Sembraba, llevaba negocios mínimos, escribía en los diarios de provincia; hasta que valido de una buena amistad se hizo enviar como jefe político a Hidalgo. Allí, en Molango, conoció a don Domingo Ortega y le disputó los honores de una velada, hace más de cien años. Don José de Jesús y don Domingo hablaron una noche, leyeron sus poemas bajo las lámparas de una casa de Molango; sus hijos habían de casar mucho tiempo después, y el hijo de sus hijos había de contarlo. Tal vez en esto no haya ningún misterio, pero me gusta contemplar a gran distancia sus caminos, que horadan la maleza para juntarse un momento y separarse y desembocar al valle y hacer uno solo, que viene a dar conmigo. Pero lo de Malinaltenango merece contarse: Persiguiendo a los rebeldes les cayó la noche. Durante la mañana se habían batido avanzando, y en la tarde empezaron a perseguirlos. Pero aquellos conocían mejor la sierra y les ganaron mucho terreno, así que decidieron parar llegando a una aldehuela, para que los hombres comieran y se enfriaran los animales. Allí, quién se agenciaba unas gordas, quién se curaba, quién echaba un sueño. Se desparramaron por las casitas en busca de potaje, calor y otras cosas que en tales ocasiones se encuentran. La tranquilidad se vio herida por voces fuertes, resonar de cascos, brillos de armas. Mi abuelo se encaminó al curato acompañado del teniente coronel Rangel. Era tiempo de aguas y ambos llevaban mangas de hule blanco. El padre les dio cena y plática y las no­ticias que buscaban. Vino el asistente con que "ya estaba chispeando y algunos emborrachándose"; llevó la orden de cinchar y regresó avisando que la tropa estaba en marcha. Afuera llovía a torrentes. Se cubrieron despidiéndose, montaron, y se alejaban cuando mi abuelo vio que les habían cambiado las mangas por otras, negras; regresó violentamente. "Yo las mandé cambiar -dijo el cura-; he sabido que hay hombres apostados en el ca­mino para tirarles a las mangas blancas, y como la noche está muy cerrada ustedes no llegaban ni a la salida." Dióle las gracias y galopó gritando las órdenes hasta colocarse a la cabeza. Oscurísima noche, subiendo y bajando lomas. El campo, una masa negra, compacta, llena del escándalo del agua que volvía las blasfemias con el fragor de los caballos. A veces encontraban pequeñas torrenteras, allí se hundían las bestias hasta las panzas, pataleando penosamente. El Coronel se detenía, gritaba en la oreja del asistente algo, y éste lo repetía trotando hacia atrás; la columna se paraba, apretaba el paso o se dispersaba para reunirse más adelante. Se acercaban a la barranca de Malinaltenango. "Una hora para bajarla y otra para subirla -cuenta mi padre-, y eso llegando fresco." Debían trasponerla antes que las avenidas la inundaran. Se forzaba la marcha a tientas, por entre breñales. A ratos se espesaba la maleza, a ratos se abría en lomeríos que los hombres iban adivinando conforme avanzaban. Llegaron a una puerta de golpe. Estas puertas marcaban los límites de las propiedades y siempre están abiertas; aquélla, cerrada. Estaban al principio de la barranca, en una hondonada, y habían de subir para alcanzar la puerta, tras de la cual se descendía. El Coronel vio aquello recelosamente. Mandó hacer alto, se aproximó un poco y regresó: "Está cerrada. Me lo temía; nos cerraron la puerta y allí han de estar, y nosotros aquí metidos". Los caballos bufaban, pegaban con las pezuñas en la tierra lodosa, se movían nerviosos. Los hombres se acomodaban, se doblaban sobre la silla para arreglar algo, escudriñaban la lluvia. Muchos tenían las armas listas; otros, desmontados ya, se tumbaban a la vera esperando las balas. El Coronel retenía el caballo con fuerza mirando la puerta; sus ojos eran una raya negra, muy ancha bajo el sombrero. Tronaron las balas y se movieron con presteza los soldados. Venían las balas de arriba y de enfrente, tupidas, ensordecedoras. "¡Barragán!" Corrió el asistente. "Hay que abrir esa puerta, Barragán, o nos acaban." "Nomás me aguanta jefe y ahora pasamos." Dijo el otro, desenvainó el machete, desmontó y echó a correr casi a gatas metiéndose en el lodo. A los pocos metros ya no lo vieron. Esperando y disparando. Volvió el asistente. "Ora sí jefe." "Ora sí muchachos" -gritó mi abuelo y se lanzaron a la cerca. Gritos y maldiciones, estampidos, golpes, galopes, relinchos, y el aguacero con sus truenos. Zumbó el peligro en las orejas de mi abuelo. Le venía de un lado. Se volvió disparando. No veía. Siguió disparando. Unas abejas roncas le calentaban las sienes. Se le acabó la carga de la pistola. En ese momento vio detrás de un árbol a un hombre semidesnudo, cazándolo. Arrojó el revólver y se buscó a tientas: nada. No podía avanzar inerme, ni retroceder, porque peleaban por todas partes; no distinguía a los que lo rodeaban. Palpó la silla moviendo siempre su montura, agachándose, clavando los ojos en el que aparecía y desaparecía detrás del árbol. Recordó de pronto que en las cantinas traía dos viejísimas pistolas belgas de un solo tiro. Llevó el brazo abajo, golpeó rabioso buscando, halló una, la sacó, y clavando las espuelas se fue sobre el hombre con el gatillo apretado ("suerte, la pura suerte"). El otro cayó junto al tronco, y él regresó con su gente, que ya perseguía al enemigo por la barranca. El alba los encontró en la subida, no a todos, poco habladores y cubiertos de lodo y de cansancio.
Así era el hombre que yo no conocí.

FIN

Fuente: Cuentos mexicanos inolvidables, Tomo II, Asociación Nacional de Libreros, A.C., México, 1994, pp. 163-180.

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